Cuando un artista titula con su nombre un disco que no es el primero, como suele ser común, se supone que lo hace como forma de reivindicarse y/o de celebrar un reencuentro con las esencias. Aunque en el caso de Nick Waterhouse habría que hablar de super-esencias, pues en su trayectoria no parece que podamos encontrar demasiadas concesiones a la novedad o la innovación propiamente dichas, sino, por supuesto, todo lo contrario: su virtud y su razón de ser como músico es la re-producción de un universo sonoro ya desaparecido y su voluntad es evidentemente que su trabajo trascienda el homenaje y que la emulación consista en dotar de perfección absoluta un canon sonoro.
‘Nick Waterhouse’ es un artefacto puro, un mecanismo sónico perfecto en su planteamiento y en su ejecución, donde todo parece estar calculado hasta el mínimo detalle (hasta está grabado en analógico en el estudio Electro-Vox de Los Ángeles) para pulir y dar esplendor a un universo no ya desaparecido, sino solo existente en la nostalgia de nada, pues nunca coincidieron en espacio y tiempo el rockabilly, el northern soul, la bossa, el pop preciosista, el rhythm & blues y el swing, por citar algunas partes del conglomerado.
Y como recreación (de nada), como preciosa amalgama de orfebre o como glorioso invento está muy bien (y ahí han estado empujando Bart Davenport, Andrés Rentería, Ricky Washington o Paula Henderson), pero como conjunto de canciones es más frío que la reja de un cementerio, carece de brío y hasta de alma y es incapaz de transmitir ni un latido de pasión al oyente. Si era esto lo que Waterhouse quería para colocar en una vitrina, lo ha clavado. Si su intención era otra, se ha pasado de frenada.