El caso de Michael Kiwanuka podría considerarse similar al de su compatriota Laura Mvula (que, por cierto, tiene nuevo disco, aunque no tan asombroso como el primero) y es similar porque se trata de dos africanos nacidos en Reino Unido que descubren (o son alumbrados por) la música negra norteamericana y la comunión es inmediata, plena y completamente satisfactoria.
Kiwanuca sacó su primer disco en 2012 y ya entonces marcaba distancia prácticamente de todo el mundo (en la música negra) con su peculiar propuesta ciertamente vintage: una especie de mezcla amable y sabrosa entre Gil Scott Heron y Rodríguez. Recibió buenas críticas y fue invitado a colaborar, tanto con Adele, de la que fue telonero en una gira (y es en buena medida causante, con su recomendación, del éxito de este disco), como con Kanye West, para sus sesiones del disco ‘Yeezus’, aunque en esta última aventura se sintió un tanto descolocado.
Cuatro años después vuelve arropado por el productor Danger Mouse (Brian Burton) que no ha querido (o podido) cambiar la personalidad musical de Kiwanuka, pero que sí ha sabido vestir y enriquecer sus temas con arreglos, coros y orquestaciones que, sumadas al carácter casi siempre melancólico de las canciones, alcanzan un resultado lírico-épico muy consistente y, al mismo tiempo, extraño: como si los cortes provinieran de un universo alternativo al que poblaron entre los 60 y los 70 Marvin Gaye, Curtis Mayfield, Isaac Hayes, Bill Withers o Terry Callier.
Y lo del universo alternativo viene al pelo también para las letras, pues donde el soul ponía melancolía (muchas veces impostada) y romanticismo, Kiwanuka nos arroja una dramática sinceridad, cercana al desgarro, para hablar de dudas -sentimentales y existenciales-, inseguridad y dolor.