The Lemon Twigs

Siempre picamos y no es malo que piquemos, porque significa que, quizá húmedos de nostalgia, seguimos esperando (y algunos, no muchos, buscando entre lo nuevo) ese pellizco, ese sonido, esa sensación de poderes resucitantes que nos pone en contacto directo con los que éramos (y lo que éramos) cuando tuvimos las primeras gratas experiencias (vamos, subidones) escuchando tal o cual disco o viendo aquel directo de miríficos efectos que marcó nuestra existencia, efectos que eran eternos hasta el siguiente subidón, por cierto. Y no son pocas las bandas que nos han hecho picar, benditas sean, en las últimas dos décadas: The Strokes, The Hives, The Libertines, The Music, The Hellacopters, Black Rebel M. C…, unas nos duran dos o tres discos, otras ni uno, pero todas nos dan y luego nos quitan la sensación de que el rock ha vuelto, que está vivo-muy-vivo, que es maravilloso y que todos los seres humanos que nos rodean va a estar de acuerdo y cantarán alabanzas. ¿Y por qué nos quitan eso? ¿Por qué la euforia que sentimos con esos discos y esas banda se nos diluye tan pronto? Pues probablemente porque lo que nos han dado es tan solo un placebo para la melancolía basado sobre todo en el autoengaño y cuando las fragancias de la quimera se disuelven solo nos queda el áspero tufo de la realidad: el rock murió hace décadas.

The Lemon Twigs, los hermanos D’Addario, de Long Island, Nueva York, son los últimos prestidigitadores que vienen a hacernos ese truco que no por repetido parece que vayamos a dejar de tragar y disfrutar como cachorritos, porque en su tercer disco han dado por fin con la fórmula, porque lo tienen casi todo para entregar el paquete y porque el paquete viene lleno de golosinas, de esas golosinas que tanto nos gustan.

¿Y qué es lo que tienen y cuáles son las golosinas? Lo que tienen es lo de siempre: la imagen y la actitud. Dos tipos flacuchos, feotes, desgarbados, calculadamente explícitos y descarados, que parecen vestidos en una liquidación de unos almacenes en 1975 y, últimamente, pintados como puertas, porque lo que traen esta vez en el saco es glam, mucho glam-rock. Y esas son precisamente las golosinas, una también calculadísima mezcla de Bowie y Bolan con arreglos y melodías de music-hall sazonada con ese punto gamberro-punk que suele hacer las delicias del respetable.

¿Que como está el disco, que es a lo que hemos venido? Pues el disco está de puta madre, para qué nos vamos a desengañar, si hemos venido a que nos engañen con más ilusión que un niño abriendo la caja de la nueva PlayStation. ‘Songs for the general public’ estará probablemente entre los mejores discos de rock o pop-rock de este infame 2020 porque tiene garra, genio, encanto, desvergüenza, frescura y más referencias que la Wikipedia, porque tiene tres o cuatro o cinco temazos tan sabios como granujas (‘Live in Favor of Tomorrow’, ‘Hog’, ‘No One Holds You…’, ‘The One’, ‘Hell on Wheels’) que te dan exactamente lo que has venido a buscar y, sobre todo, el disco es extraordinario porque, a pesar de todo lo que sabemos y de todo lo que has leído si has llegado hasta aquí, te va a hacer a volver a creer que el rock está vivo-muy-vivo y, convencido, cantarás alabanzas.

por El Poleo