El término ‘dinosaurio’, referido a una banda de rock, se acuñó en la tercera parte de los años 70 del siglo pasado para calificar (con un poquito/mucho de desdén) a bandas como Led Zeppelin, Deep Purple o Pink Floyd que, por edad y por trayectoria, se habían quedado desconectadas de los jóvenes músicos y aficionados que estaban ya subidos en la corrientes de punk o de la new wave y las veían como verdaderos engendros del pasado y como el enemigo a batir en los discos y los escenarios (‘hay que matar al padre’ y todo eso).
Actualmente cabría usar ese término para referirse a estos grandes supervivientes del grunge, anclados en sus modos y sus fórmulas desde finales de los 90, congelados en su método y en su implacable manera de repetirse, pero -¡ay!- el problema es que la hierba que come este dinosaurio crece fresca y muy alta y de ella también se alimenta (casi) cualquier jovenzuelo que agarra hoy una guitarra eléctrica, desde Sevilla a Seattle, pasando por Estocolmo.
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Porque el grunge ha sido la última gran cosa que le pasó al rock, le pasó hace más de dos décadas y no parece que vayamos a ser capaces a corto plazo de superarlo o simplemente librarnos de él. Así que, visto que muy pocos hacen discos de lo suyo como Pearl Jam y que los defienden como nadie sobre un escenario, démosle la bienvenida de nuevo e Eddie Vedder y disfrutemos de su muy conocido menú de trallazos y baladas repartido en las habituales (y ya virtuales) cara A y cara B del disco, con alguna cosa reseñable (Mind Your Manners, Sirens, Pendulum…) y poco más, que no está mal para como está la cosa.