No había leído nada de ‘Nonagon Infinity’ antes de la primera escucha, no sabía nada del asunto del bucle infinito, nada de los homenajes (muy poco encubiertos) a Black Sabbath y -sobre todo a este– Pink Floyd y nada de lo que el puñetero disco es capaz de hacer contigo; así que simple y limpiamente tuve la experiencia.
Suelo salir a caminar siempre que puedo (y no estoy demasiado cansado) y lo hago siempre con los cascos puestos y a cierto volumen, así que sencillamente elegí un disco entre los que tenía preseleccionados en Spotify, di a play y arrancamos: un servidor de ustedes, el King, el Gizzard, el Lizzard, el Wizard y la madre que nos parió a todos. Hice cuatro kilómetros más de los que acostumbro (porque tenía que escuchar Eso tres veces seguidas y/o porque no era capaz de dejar de escuchar Eso) y emplee notablemente menos tiempo del que suelo. Al cabo de unas horas tuve bajona y, al día siguiente, agujetas.
Leo por ahí que la banda está poco menos que malbaratando su talento con tanta y tan apresurada publicación de material y no estoy en absoluto de acuerdo. Si yo fuera Stu Mackenzie y fuera capaz de marcarme en unos días (tiene pinta de ser así, además de que no tienen tiempo de otra cosa con su gira también infinita) una Obra como esta, yo me la quito de encima enseguida, la libero, la regalo al mundo, me libro de Ella y Ella se libra de mí, porque, a poco que nos volvamos a rozar y a manosear, uno de los dos va a salir perdiendo.
Decía Frank Zappa que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura y por una vez le voy a hacer caso. Háganme caso ustedes a mí y tengan la experiencia.