Sabida es la fascinación que tenemos en esta santa casa por el excéntrico septeto australiano King Gizzard & the Lizard Wizard, probablemente, la banda más libre del planeta, porque (1) hacen de forma desmedida lo que les da la gana, (2) eso que hacen gusta y vende y (3) pueden permitirse vivir de ello.
Pues bien, para este 2017, la banda de Stu Mackenzie ha anunciado cinco elepés microtonales (eso de lo microtonal lo explica muy bien Tolgahan Çoğulu en este vídeo) después de que Stu probara una guitarra con escala microtonal que le habían regalado y sedujera a sus compañeros para que adquirieran instrumentos microtonales o modificaran los que ya tenían.
Una vez instalados ellos y nosotros en la parte asiática menor de la escala musical (dicen que el primer corte de ‘Flying Microtonal Banana’ sirve de aclimatación o transferencia desde la escala europea a la microtonal) volvemos enseguida a lo de siempre, es decir, a que el Rey Molleja te agarre fuerte con su zarpas y tire de forma inmisericorde de ti como un tren de cremallera.
Y para el tirón, francamente, da igual que los sonidos nos evoquen paisajes orientales o no nos dé tiempo, porque la máquina no parece que vaya a detenerse, al menos en los primeros tres temas, que consumen la mitad del minutaje de este disco y te dejan completamente acelerado y en un estado mental muy parecido al que provocaba el anterior disco, ‘Nonagon Infinity’.
Cierto es, por otra parte, que esos tonos turcos, armenios, persas le vienen de maravilla a la maquinaria psicodélica y especialmente cuando esta, por un momento, desacelera en la segunda parte del disco (virtualmente una ‘cara B’) para volver a dar gas para cerrar la sesión y dejarnos maravillados y exhaustos.
Es decir, que ‘Flying Microtonal Banana’ es un nuevo y enorme monumento a la libertad, al talento y a la desmesura.
En cambio, ‘Murder of the Universe’, el segundo disco, al menos en lo que respecta a quien esto escribe, no deja el mismo sabor de boca, no resulta tan redondo al paladar y acaba siendo incluso un poco frustrante y eso por dos razones: la primera y bien clara es el efecto distanciador que provoca en cansino, ubícuo y cortarrollos spoken word a cargo, primero, de una tal Leah Senior y, luego, de un cyborg llamado Han-Tyumi; y la segunda razón -causa de la anterior- es el evidentísimo lastre que el concepto argumental echa encima de la música, concepto (un relato distópico no precisamente original) que obliga a repartir los 46 minutos que dura el disco en tres partes y 21 cortes, es decir, en una farragosa dispersión incapaz de capturar al oyente y de hacerlo formar parte de una función que sería brutal y arrolladora (el fantasma de Black Sabbath se pasea por muchos cortes) si el Rey Molleja no se hubiera dejado seducir por el espectro de la pedantería.