Si hay algo que no se le puede reprochar a Springsteen es que no sea fiel a sí mismo ni a la imagen que proyecta en sus fans. Otra cosa, desde luego, es esperar en cada disco que hace (van 17 desde 1973) dos o tres canciones que causen en el oyente idéntico efecto que hace 30 o 35 años. Y de eso no tienen la culpa los temas (en este disco We Take Care Of Our Own o Land Of Hope And Dreams, por ejemplo, cumplirían a la perfección con el cometido de himnos), sino más bien los años o los kilómetros de la audiencia. Así que de lo que pasa con Wrecking Ball (que es lo que viene pasando, más o menos, desde The Ghost of Tom Joad) menos echarle la culpa al Boss y más mirarse uno el cuentavueltas y sus consecuencias.
En este disco Springsteen parece querer reunir en una hora todo lo de sí que puede y lo hace con valentía y generosidad. Sobre el pavimento actual que le prepara el productor Ron Aniello (baterías programadas, samples, y hasta un rap en Rocky Ground) el de Jersey va acumulando sobre todo referencias a la tradición musical norteamericana del siglo XX: coros gospel, baladas, pasajes country y folk (mucho Pete Seeger, vuelta a Woody Guthrie), aires gaélicos, mandolinas, banjos, vientos, más coros, cuerdas…, casi sin perder de vista que este es un disco de rock, pero sobre todo un sincero autohomenaje de un hombre que lo ha sido todo en su parcela de la música contemporánea, particularmente porque el sí que se ha dejado el alma en el empeño.