James Hunter es un inglés de 47 años y toda su vida ha sido “un hombre con una misión”: convertirse, al decir de Van Morrison, en “el secreto mejor guardado del soul británico”. Eso consiste exactamente en triunfar (mejor sería decir ‘conseguir vivir de’, así que nos olvidamos de exactamente) sonando igual –pero igual- que los cantantes y las bandas de soul norteamericanas y británicas de la primera mitad de los 60. A las pruebas me remito:
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Después de más de 25 años de carrera, grabando o no, pero sin dejar de tocar (ha formado parte del grupo de Morrison, por ejemplo), el reconocimiento le llegó (incluso con una nominación a los Grammy’s) en 2006 con People Gonna Talk, un disco perfecto en los parámetros que se impone Hunter y que exigen los aficionados, perfecto porque todas y cada una de las 14 canciones son buenas o muy buenas, sin un solo bajonazo y ni sombra de traición a “la esencia”, perfecto porque la banda suena como sonaría una igual o parecida hace más de 40 años (o sea, la edad de Hunter), perfecto porque a la producción sólo le habría hecho falta añadir los chasquidos del vinilo añejo para estar en condiciones de hacer pasar el disco por una antigua joya perdida del sello Stax y perfecto porque la voz de Hunter y el sentimiento que impone a lo que dice no se alejan ni un milímetro del canon que se autoexige, una autoexigencia que puede ser puro gozo para una audiencia un poquito avisada o iniciada.
Una vez reconocido su esfuerzo vedaderamente heroico y dominando plenamente todos los resortes del género que es su pasión no tuvo problema alguno para sacar el año pasado The Hard Way, otro pedazo de disco y otro monumento al soul y a sí mismo.