Catorce años dan para mucho, hasta para perderse uno de uno mismo y (acojonao, dicen) regresar casi de la ultratumba y, como cuando uno habita el lado oscuro/salvaje de la vida, la vida pasa y uno no se entera, pues uno vuelve por donde se fue y, a su bola de uno, se marca la segunda parte de una obra maestra, como si la hubiera publicado el mes pasado, oyes, y va uno y la clava, o casi, pero no lo hace, quizá, por oportunidad, sino porque en el ámbito musical de eso que antes se llamaba neo-soul han pasado tan pocas cosas en estos años, ha habido tan poca evolución, que Voodoo y su secuela, Black Messiah, siguen tan actuales que asusta.
¿Y cuál es la fórmula por-supuesto-no-secreta de D’Angelo? Pues mucho Prince y mucho Sly Stone y mucho Isaac Hayes, para el concepto sónico (la deconstrucción hiphopera, que se diría, del soul y del r’n’b), sumados a un festín de referencias melódicas de Marvin Gaye, del James Brown más íntimo, de Stevie Wonder y, como condimento, la Santísima Trinidad: góspel, blues y jazz en unos generosos saludos de pimentero. Ah, y se sube mucho el bajo, todo el rato.
Bueno, así contado quizá podría sonar a decepción y Black Messiah no lo es en lo absoluto: es un buen disco que contiene un puñado de (cuatro o cinco) excelentes temas y la suficiente quincalla para no resultar un producto excelso. Ahora bien, esos cuatro o cinco temas (que precisamente no están puestos al comienzo del álbum) son exquisitas piezas de orfebrería negra que crecen en cada escucha.