Llevaba Björk una década (o más) empeñada en gustarle solo a raritos, diletantes varios, a Alex Ross (crítico musical del New York Times y autor del por otra parte monumental The Rest Is Noise) y a los de su pueblo; viviendo en su ostra, en su esfera celeste, y  hete aquí -oh cielos- que el marido y padre de su hija se la pega (o así), se separan de forma (muy) dolorosa y de la catástrofe sentimental -qué novedad- emerge la catarsis artística, el despojarse de ropajes, el quedarse una en carne viva y -qué novedad, otra vez- una obra maestra.

Ciertamente una obra maestra de la desolación, del desconsuelo, de un abismo emocional que raspa como una lija y se clava como los mismos agudos ahora especialmente hirientes de Björk, donde todo el extraordinario aparato musical está por fin al servicio de la voz y la voz al servicio de texto. Lo que no acabo de entender es por qué esa voz pasmosa tiene que oírse doblada de vez en cuando.

por El Poleo